El rescate de lo local en lo global en el estudio de cultura política
Uno de los recuerdos escolares, que con mayor intensidad conservo, es un desfile de faroles en los alrededores de mi escuela, en las cercanías de la plaza mayor de Cartago, un 14 de setiembre. La maestra nos había explicado, días antes, el significado de la fiesta que se aproximaba y la trascendencia histórica de los hechos de setiembre-octubre de 1821 para el país donde vivíamos. Lo que más me impresionaba era que, según la maestra, todos esos hechos claves, repletos de señores de casaca, botas y sombrero, habían tenido lugar en la municipalidad de Cartago, a tan sólo dos cuadras de mi escuela. Sin entenderlo, me imaginé la centralidad de lo local en la historia y la experiencia de participar de las fiestas nacionales, en edad escolar, despertó en mi interés por la historia.
El estudio de la historiografía sobre la independencia me generó una insatisfacción con lo que a menudo percibía como un trato injusto con los actores del pasado. Acusaciones de ingenuidad, de falta de claridad, de inexperiencia y hasta torpeza, son comunes en algunos textos clásicos sobre la independencia. Con el efecto de que, al socializarse ese conocimiento, se hizo de los costarricenses que enfrentaron la independencia una caricatura. Y por supuesto, un Bolívar, un San Martín o un Washington son figuras que encandilan y dejan sin oportunidad a los más opacos representantes políticos de la olvidada provincia de Costa Rica.
Al decidirme a estudiar el proceso de independencia en Costa Rica, tampoco pretendí exaltar a esos modestos actores, si no, aferrándome a la vieja máxima rankeana, “cada época guarda una relación inmediata con Dios y su valor no reposa en lo que brota de ella, sino en su existencia misma, en lo que es propio de ella”, tratar de comprenderlos en su contexto. Esta preocupación por la experiencia de los actores del pasado me condujo a descubrir en el lenguaje político una vía para acceder al mundo extinto de las representaciones y la cultura política de los costarricenses de la independencia. Elegí estudiar la forma en que el concepto Estado, que en 1821 no tenía mayor importancia, se convirtió en el articulador del nuevo proyecto político que, imponiéndose sobre otras posibilidades, logró dar sus primeros pasos en medio de la incertidumbre de un futuro que se presentaba abierto e indeterminado.
Los principales cabildos del Valle Central costarricense son los actores centrales del proceso de independencia. Fue a ellos a los que les tocó enfrentar la transformación que desató del desplome del poder español en Centroamérica, una situación descrita por los representantes del cabildo herediano como «tan ardua que nunca jamás la vieron los siglos». Los cabildos de Alajuela, Cartago, Heredia y San José (junto con la participación menos activa de Barva, Escazú, Aserrí, Ujarrás y otros menores) echaron mano de toda su experiencia administrativa, de su conocimiento de los fundamentos del pacto político que los unía con la monarquía española, de la Constitución de Cádiz, del derecho romano y de algunas nociones del derecho de gentes de Emer de Vattel.
Todo esto, en una cultura política marcada por el corporativismo. Esto significa un tipo de sociedad en la cual el grupo (o las corporaciones, los gremios de oficios por ejemplo) está por encima del individuo. De manera que los vecinos de una comunidad entendían su participación política como un bloque llamado pueblo, representado por su cabildo. Entre los pueblos y el rey existía un pacto, los pueblos entregaban al rey su soberanía natural, a cambio de buen gobierno y protección. Una doctrina conocida como el pactismo, inquebrantable, al menos hasta 1821.
En ese año los centroamericanos rompieron el pacto y las consecuencias de este acto fueron muy bien percibidas por el cabildo de San José. Según las palabras de uno de sus miembros:
Que habiéndose proclamado y jurado la absoluta independencia del Gobno. Español, por los pueblos, autoridades y corporaciones de todo este Reino de Guatemala, se ha roto y chancelado [sic] el pacto social fundamental que ataba y constituía á los pueblos de esta Prova. bajo la tutela de las autoridades de G. establecidas en Guatemala y León. Que en tal estado por un derecho natural han quedado disueltas en el Reino las partes del estado anteriormente constituido, y restituidos todos y cada uno de los pueblos á su estado natural de libertad é independencia y al uso de sus primitivos derechos.[1]
Con esto, el pueblo de San José reclamaba la soberanía que le regresaba al desaparecer el rey. Lo mismo se repitió en toda Centroamérica, una explosión en mil pedazos de la soberanía depositada en el rey. Cada pequeño pueblo con un cabildo reclamaba su soberanía y libertad para decidir sobre su futuro.
Este escenario de descomposición alarmó a los cabildos costarricenses, que entraron de inmediato en un intenso intercambio de misivas para coordinar una serie de reuniones voluntarias de representantes de todos los pueblos de la provincia. En esas reuniones, sostenidas en Cartago, se discutió cuáles eran las vías a seguir ante la nueva situación. Sin la ventaja retrospectiva de que gozamos desde el presente, los contemporáneos anhelaron y temieron los posibles caminos que se les ofrecían. Se contempló seguir atados a la provincia de Nicaragua, superior jerárquico de Costa Rica hasta entonces, se consideró el riesgo de una reconquista española, se discutió enviar delegados a una reunión de representantes de todo el Reino de Guatemala a la vieja capital colonial, se ponderó unirse al proyecto imperial mexicano o vincularse al proyecto colombiano. Vías distintas pero que estaban teñidas con los colores de los intereses de las élites de las ciudades costarricenses, por lo que su discusión y consideración era legítima.
No había un panorama claro, pero en medio de la incertidumbre, los cabildos sabían de las costosas guerras de secesión que habían acompañado a la independencia en otras partes del continente. Se puede observar entre los representantes costarricenses un esfuerzo por evitar la guerra, conscientes de la debilidad y pequeñez de su territorio, de aquí nace la convicción de que los pueblos de Costa Rica deben permanecer unidos para evitar la desintegración del territorio que habían heredado. Para el cabildo alajuelense era claro: “Por más potente que sea un pueblo, separado de una Provincia entera, se debilita en sumo grado.” Y es por medio de este último concepto, provincia, que se empieza a construir un esfuerzo mancomunado entre los cabildos costarricenses por buscar lo que ellos llamaban “un centro común.”
Esta noción, que aparece también expresada como “una cabeza que reúna nuestros sentimientos,” está en el centro del problema de más calado que abre la independencia: ¿cómo y con qué llenar el vacío de poder dejado por el poder español? Esta discusión va a obligar a los cabildos a cooperar, pero también a enfrentarse. Vislumbrar una nueva legitimidad política va a implicar imaginar futuros posibles y encontrar un vocabulario que exprese un nuevo orden de cosas, un vocabulario conectado con la modernidad política que, en el caso de Costa Rica, va a encontrar en la noción de estado uno de sus pilares más importantes.
Sólo prestando atención a los significados de la cultura política en que estaban inmersos los actores es posible comprender la independencia en Costa Rica sin reducirla a disputas ingenuas entre cabildos cándidos. Lo local, lejos de ser secundario, era el centro de la dinámica política. Por eso, el tránsito de esa visión local hacia un proyecto común, que desplace ideológicamente el peso la soberanía local por una nueva soberanía formada por individuos, es una parte importante de la historia política de Costa Rica en el siglo XIX.
[1] Cursiva mía. Iglesias, “Acta de la ciudad de San José,” 31 de octubre de 1821 en: Iglesias, Documentos relativos a la independencia Tomo I, 53
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